Competicion • 08 Abr 2023
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Es el inicio de los años noventa. En la tranquila villa de Sever do Vouga, los paisajes aún no se agitaban con el alboroto de los irrequietos arándanos. A media tarde, el pequeño niño salía de la escuela primaria y descendía a pie hasta casa de los Abuelos, donde por entre los naranjos y las viñas lo esperaban Laida y Adelino. Un clásico en tantas casas y en tantos tiempos, mientras los Padres extendían las horas de sus trabajos diarios. En ese recorrido, el pequeño muchacho sabía ya de memoria los coches con que se cruzaba: encontraba particularmente gracioso a las camionetas naranja de una empresa de construcción de la tierra, que contrastaban con los tonos más habituales del resto del paisaje.
La danza de los días permanecía prácticamente igual, hasta que llegaban los primeros meses de la primavera. Sabíamos cuándo sería el día santo, pero no podíamos adivinar cuándo iban a empezar a aparecer a lo lejos. ¡Hasta que… ese sonido! Espera, ¿lo es? ¿Lo es? ¡Lo es! ¡Ay, si es! Luego el alma brillaba y los pasos del pequeño muchacho se estancaban en el paseo a su espera: blanco y aún a resplandecer sin polvo, con sus cuatro ojos redondos, allí surgía un Lancia Delta Integrale. No tardaba mucho en aparecer, si era día de suerte, también (pero de ojos aún semicerrados) un Celica. Eran los exploradores de los equipos oficiales que empezaban, semanas antes del rally, a estudiar el terreno para que todos estuvieran lo más bien preparados posible cuando llegara el momento de la verdad. Pasaban allí de camino a la sierra, donde algunas semanas después ya estarían soplando el polvo alrededor de los caminos que conducían a las Minas del Braçal. De repente, frente al pequeño niño silbaban las versiones reales de los Majorette que la Madre le compraba cuando iba a la librería – si tenía suerte, quizás alguien que fuera al volante le devolviera el tímido saludo a su paso.
Ya en casa de los Padres, cada día el rally tomaba un lugar creciente en la mesa: ya fuera porque el Hermano, más viejo, estaba acordando ir con los amigos a ver la especial, ya fuera porque el Padre comenzaba a ultimar la lista reforzada de compras para El Centinela, su tasca que en los días alrededor del rally tenía obligatoriamente que robustecer sus reservas de pan, hizo, vino y cerveza. Un poco de agua también.
Este era el encanto de la prueba que, durante semanas, agitaba la aldea de Sever, al punto de en las escuelas ser sabido y seguro que, el día en que el rally allí pasara, sería feriado: era el día de San Rally. Un encanto aún más fortalecido cuando, más tarde, el Hermano llevaba consigo al muchacho allí ya menos pequeño camino de la sierra, aún de madrugada y con las hogueras de quien por allá había pernoctado aún a acechar por los claros. Algunas veces, íbamos de casa a pie con el espíritu de aventura en la espalda (y la mochila con los sándwiches); otras veces, y si el Padre no la necesitara aquel día, era la Ford Transit blanca que nos llevaba sierra arriba hasta aquel lugar donde podíamos ver los coches saliendo allá a lo lejos y serpenteando hasta pasar bien cerca de nosotros. Es el azul con el amarillo y dorado del Subaru, es también el blanco con las listas Martini del Focus que ahora vienen a la memoria de este chico que os escribe, allí pequeño viendo a McRae pasar, ahora evocando el romanticismo de este momento deportivo tan hermoso que nuestro país puede vivir cada año.
Nuestro rally, así hecho de memorias de tantas y de tantos, que cada año se acumulan en una historia creciente. Hoy, la tasca ya cerró y la Transit morará desmantelada en una chatarra cualquiera; hoy, las Minas del Braçal acogen los recorridos peatonales y dejan el ronquido de los motores bien lejos. Pero hoy, en lo que más importa, el rally se lleva a cabo y permanece muy vivo, con el blanco, rojo y negro de los Toyota, los azules y rojos de los Hyundai, el vibrante morado de los Ford resonando por Lousã, Gois, Figueira da Foz, Arganil y Amarante (entre tantos otros lugares). Decenas de autos y pilotos recordándonos por qué este es el mejor rally del mundo, hecho por ellos y por nosotros también. Faltará el Hyundai de Craig que nos ponga una sonrisa en la cara en cada pasaje, pero cuando allí todos salten en Fafe, después de doblar el Confurco, tendremos nosotros más recuerdos para contar sonriendo. “¡Don’t Forget to Enjoy!” Por ahora, voy a ir a preparar unos sándwiches y preguntarle a mi hermano a qué hora nos vamos.
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